Al pasar unos diez días de los
hechos, caí en la cuenta de que a mí nadie me había notificado que yo tenía una
orden de alejamiento, ni tenía ningún papel que lo certificara, o algo por el estilo. Obviamente, lo sabía,
pero el mensajero no era otro que ese que debía alejarse de mí. Ni noticias del
abogado, ni de los juzgados ni de la Guardia Civil, y el metomentodo de Javi me
preguntaba ´cada vez que lo veía si sabía algo del tema. Y le decía la verdad:
nada de nada.
Así que me puse manos a la obra,
empezando por acercarme al Cuartel, donde me atendió el Sargento bastante
amablemente, ya que recordaba perfectamente mi caso –llamativo sí fue, eso es cierto-. Me hizo
una copia de los papeles del juzgado y me explicó que la orden de alejamiento
estaría vigente mientras durara el proceso.
-
¿Y eso cuánto tiempo suele tardar?- pregunté yo
curiosa.
-
Pues un juicio suele tardar entre tres o cuatro
años en salir. Aunque quizás le den prioridad a este caso por tratarse de
violencia doméstica –me respondió el sargento
-
¿¿¿¿Qué???¿ Y no puedo ver al chico en cuestión
durante ese tiempo? ¿Y si quiero tomar un café con él?
-
Puedes hacer un escrito notificando que vivís
juntos
-
¿Pero sirve para algo? Además, no vivimos
juntos, pero quiero poder verle o llamarle
cuando quiera
-
Pues quitar una orden de alejamiento es
complicado… acércate al juzgado y allí lo puedes solicitar.
Antes de ponerme manos a la obra, llamé al 016, el “Teléfono
del maltrato”, para ver si me informaban un
poco más. Pero me dijeron básicamente lo mismo, e incluso que si hacía
el escrito diciendo que el chico vivía conmigo –que no era así-, podía venir la
policía a procesarlo.
Así que me fui a los juzgados, que están en otra población,
donde también recordaban mi cara. Así que cuando comenté que quería quitar la
orden de alejamiento se echaron las manos a la cabeza, me intentaron convencer
de que el chico se lo merecía, que el proceso continuaría sin mí, me mandaron
de un piso a otro… para finalmente acabar en secretaría, donde la chica me dijo
que después de tener que trabajar en Año Nuevo –por mi culpa, claro- se fue de
vacaciones dos semanas, y acababa de enviar todo el papeleo a la capital para
que lo revisara el Fiscal. “Así que vuelva usted en dos semanas…o tres”
Y volví. Y de nuevo me mandaron de un despacho a otro, pero
esta vez ya localicé el sitio adecuado:
Juzgado 2, penal. Todo plagado de chicas que de nuevo me tratan como una idiota
por querer quitar la orden.
-
¿Cómo se llama el muchacho?- me pregunta la
abogada o lo que fuera
-
Germán López –digo yo
-
Ah sí, recuerdo su nombre, precisamente acabo de
enviar el sobre con su caso a procesar…
-
¿Otra vez? ¿Me toman el pelo? Pues revise a ver
si no ha salido aún el correo, que es pronto, y rescata el sobre
-
No , no está,
lo he enviado a primera hora – me dice seria
Mentiras y más mentiras. Y así cada vez que iba al juzgado, que salía con el
rabo entre las piernas y lágrimas en los ojos. La verdad que nunca pensé en ir
con un abogado, como hice más adelante, que me respaldara un poco y me
asesorara, pero en fin, siempre me consideré capaz de gestionar las cosas por
mí misma. Pero en este caso, no fue así.
Así que el ver que no podía retirar la orden de alejamiento me empezó a causar
angustia y ansiedad, cuando veía algún coche
de la Guardia Civil o la Policía me daba un vuelco el corazón, sentía
que la gente me miraba por la calle, que me señalaban con el dedo, me
parecía que todos me vigilaban…
El resultado de esta situación fue
que decidí dejar mi trabajo -daba clases
de español a extranjeros- para intentar buscar suerte en la capital, donde
podría pasar desapercibida y me sentiría
mejor conmigo misma. Pero tras bastantes entrevistas, no lo conseguí, y me
quedé en el pueblo, donde todos nos conocemos,
donde me agobiaba el sentir esa etiqueta de “mujer maltratada”. Y para
más INRI, como víctima de violencia de género que era, me llamaron de los
Planes de Empleo del Ayuntamiento para trabajar. De jardinera, quitando
hierbajos y barriendo hojas. Yo, con dos carreras y hablando tres idiomas. Pero
como me quedé sin derecho a paro –por mi baja voluntaria del trabajo-, tuve que
aceptar, ya que tengo una hija que mantener y el padre no me pasaba pensión
alguna –pero esa es otra historia-. Tampoco se me han caído nunca los anillos
para trabajar, pero lo cierto es que para mi familia fue todo un golpe a su
“status social”, y yo terminé por trabajar tapándome la cara con la gorra para
que nadie me reconociera mientras podaba los setos de los jardines municipales.
Al menos, en esta experiencia
conocí a algunas mujeres muy especiales
que sí eran maltratadas de verdad, con maridos borrachos que se gastaban
toda su paga en alcohol, y a las que ayudé con mi apoyo para que lo dejaran
definitivamente. Al menos a una de ellas la saqué de ese infierno en el que
vivía. Y aunque sea solamente por
eso, todo mereció la pena.